Francis Allen me guió a Cristo, y ahora estaba llegando el momento en que él vería al Señor cara a cara. Yo estaba en su casa y se acercaba la hora del adiós. Mi idea era decir algo memorable y significativo.
Estuve casi una hora junto a su cama. Se rio a carcajadas de las historias que le conté sobre mi vida. Después, se cansó, se puso serio y ocupó su energía en limar algunas asperezas que aún veía en mí. Yo escuchaba, aunque también pensaba en cómo despedirme.
Antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, dijo: «Randy, recuerda lo que siempre te he dicho. No hay nada que temer de la historia de la vida porque sabemos cómo termina. No tengo miedo. Ahora, vete y haz lo que te enseñé». Aquellas palabras desafiantes me recordaron las de Pablo a los creyentes filipenses: «Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced» (Filipenses 4:9).
Ese último día, el brillo en la mirada de Francis era igual al que vi en sus ojos el día que lo conocí. No había temor en su corazón.
Por eso, muchas de las palabras que escribo, las historias que narro y las personas a quienes sirvo son tocadas por Francis. Mientras estemos en este mundo, recordemos siempre a aquellos que nos animaron espiritualmente.